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Escaparates. Walter Benjamin y la mercancía en exhibición*


Fotografía: César Rubio 
Los catatónicos mueren en posición fetal 

 
Tus ojos, iluminados como escaparates
y bengalas brillantes en los festejos públicos,
usan, insolentes, un poder prestado.


CHARLES BAUDELAIRE
Las flores del mal 


La mercancía en exhibición es, para Benjamin, una imagen dialéctica, que, en cuanto imagen, congela el movimiento como ocurre en una fotografía, y presenta la dialéctica suspendida sin explicitar los momentos contradictorios que van de uno a otro de los polos contrapuestos, mantiene la tensión entre éstos, para mostrar mejor la tensión que la conforma, y recuperar así, a través de la singularidad de la crítica, la materialidad de lo analizado. Esta falta de mediación, confiere al lector la tarea de realizar la articulación crítica de la experiencia moderna, incluyendo sus significaciones histórica, política y estética, y abre la crítica a nuevas articulaciones y refuncionalizaciones. La lógica visual de la imágen dialéctica formulada y empleada por Walter Benjamin, se construye en analogía con el fotomontaje: emplea trozos de imágenes diametralmente opuestas y buscaría dar lugar a un efecto de shock en el espectador, como un proyectil que se incrusta y estalla en la sensibilidad de quien mira; sería una experiencia táctil y no sólo visual que interrumpe la contemplación, la libre asociación de los pensamientos y tritura el aura. La imagen dialéctica no se ofrece como la suma de las partes que la componen, sino que pone en cuestión la supuesta adecuación entre el signo y el referente, propia de la concepción instrumental del lenguaje. 
 
La mercancía puesta a la vista del público detrás de los cristales que demarcan el límite entre la tienda que las vende y la calle, en cuanto imagen dialéctica, se presenta, siguiendo la lógica visual de la misma, como un emblema, es decir, como un montaje entre una imagen visual y un signo lingüístico, a partir del cual es posible hacer una crítica de la experiencia enajenada propia de la modernidad capitalista. El emblema, formado por la mercancía que se presenta en el escaparate como imagen visual que se asume como digna de ser contemplada, y el precio, su signo lingüístico, su significado abstracto y arbitrario, enfatiza el vaciamiento del valor de uso frente al valor, vacío que los individuos atomizados y tomados como público de consumidores, intentan llenar con sus sueños privados, depositados en la mercancía detrás de las vitrinas.

En el capitalismo, el desarrollo técnico, sobre todo por lo que respecta a su reproductibilidad, para emplear términos benjaminianos, permite que una gran cantidad de mercancías puedan ser producidas y reproducidas (producción en serie), aumenta la posibilidad de su distribución, así como que un mayor número de personas tengan acceso a ellas aunque sea, como en el caso de los aparadores, sólo a partir del principio propio de la sensibilidad burguesa de “mirar sin tocar”, que remite al paradigma epistemológico sujeto-objeto, donde el primero tiene frente a sí al segundo, se relaciona con él sólo visualmente y, tomándolo como imagen (pero no dialéctica, sino total), hace una representación del mismo, que ocurriría en la interioridad de un sujeto, suponiendo que la representación y la cosa representada se adecuan perfectamente.

Fotografía: Carlos Chávez

Detrás de las vitrinas, la mercancía enfatiza su valor exhibitivo, esto es, se abre a lo público: los escaparates dan a la calle y ofrecen las mercancías a la vista de los transeúntes. Además, se dirige a un colectivo, es decir, a los individuos atomizados tomados como público de consumidores que se reúnen no en torno de un interés común, sino de la mercancía en exhibición. Como Benjamin indica en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, el potencial revolucionario del valor exhibitivo que radicaría en abrirse a la experiencia, esto es, al intercambio con los otros en el lenguaje, en las prácticas de la lectura y la escritura, así como en las conversaciones, y que permitiría abrir la subjetividad y la experiencia a lo histórico-político-social, se revierte al reintroducir el valor cultual apegado al aura que Benjamin define como “el aparecimiento único de una lejanía por más cercana que pueda estar”1

El escaparate que encapsula la mercancía y la ofrece a la mirada de los peatones, la presenta como imposible de alcanzar y enfatiza su carácter inasequible por más que se la mire de cerca; su lejanía radica en la imposibilidad de apropiársela y de efectuarla como valor de uso en el consumo.
 Fotografías: Carlos Chávez
 
  Los cristales que delimitan el espacio privado (la tienda) del espacio público (la calle), no sólo explicitan el vaciamiento de la mercancía en cuanto valor de uso, sino la manera en que el intercambio tiene lugar: entre lo público y lo privado pero siempre y cuando una mercancía se interponga entre ellos y los reúna azarozamente, ya se trate, por ejemplo, del encuentro entre el comprador y el vendedor, o un conjunto de individuos que miran las mercancías de los aparadores de una tienda. Tras el cristal y colocada frente al individuo, la mercancía toma el lugar del objeto de culto y se ofrece a la percepción como imagen visual, y la modalidad de la mirada que exige, es la de la contemplación.2 En relación con la experiencia estética a que da lugar la pintura apegada al valor cultual, Benjamin indica en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, que lo propio de la contemplación consiste en sumergir, en los sentidos de abstraer, hundir y abismar, al espectador en el objeto contemplado y en sus pensamientos, en sus deseos y sueños, y da lugar a una experiencia que remite al ámbito privado propio de la subjetividad moderna, a una interioridad que se asume como exterior y anterior, lógica y cronológicamente, al lenguaje y a la historia, así como desvinculada de lo social y lo político. Las repercusiones políticas de esta configuración de la sensibilidad radican en que entrenan para un comportamiento asocial que prefiere sus intereses privados a vincularse con los otros y los problemas que afectan a la comunidad. Ningún pensamiento, ningún deseo, sueño ni sentimiento que la contemplación de la mercancía exhibida pueda suscitar en el espectador, agota o liquida la contemplación: el efecto de deseo y de reducción de la experiencia al ámbito privado no logran extinguirse, la mirada no logra saciarse, y no lo logra porque busca que el objeto de su contemplación, a su vez, le mire. En contraposición con la relación S-O, propia de la filosofía burguesa, Benjamin indica, en Sobre algunos motivos en Baudelaire, que A la mirada le es inherente la expectativa de ser también devuelta por aquél a quien ella misma se dirige.”, y líneas adelante: “El mirado, o aquel que se cree mirado, alza de inmediato la mirada. Experimentar el aura de una aparición significa investirla con la capacidad de alzar la mirada.”3  

Fotografía: Carlos Chávez
 
La expectativa de que la mirada le sea devuelta es, indica Benjamin, el modelo perceptivo de la relación entre el ser humano, la naturaleza y las cosas. Éstas, dotadas de la capacidad de mirar, esto es, de interpelar al ser humano, se comunican con él en un lenguaje material y mudo (en el sentido de que no pueden articular palabras, pues hay muchas cosas que producen sonido). El ser humano habría de acoger tal lenguaje para traducirlo al suyo, esto es, a la lengua, para hacer, propiamente, experiencia. Pero la mercancía en exhibición, vaciada de su valor de uso, de su singularidad que radica en sus cualidades materiales, en sus propiedades intrínsecas y en su forma, entre otras características, es indiferente a las necesidades humanas, que son, como indica Marx, tanto materiales como originadas en la fantasía, no le devuelve nada; en todo caso, sólo es posible encontrar en ella una mirada vacía que enfatiza el privilegio del valor frente al valor de uso -y para recordárnoslo está el precio-, y con esto, la supeditación de la reproducción de la vida social al capital, es decir, la contradicción de que, para poder vivir, los seres humanos han de hacerlo contra sí mismos. Las subjetividades, que no logran satisfacción en los productos que la industria ofrece, depositan su experiencia en la mercancía que se ofrece a la mirada y la cargan con sus sueños privados, generalmente, tan vacíos como las mercancías que contemplan. Cuando la expectativa de la mirada del individuo no logra satisfacerse, su aura se tritura y se muestra como el “poder prestado” que aparece en los versos de Baudelaire: “Tus ojos, iluminados como escaparates y bengalas brillantes en los festejos públicos, usan, insolentes, un poder prestado.”4  El poder de los productos convertidos en mercancías ya no radica en su capacidad de satisfacer necesidades humanas, sino en propiciar una fantasmagoría, donde la “aparición irrepetible” de su aura, una transitoriedad que busca eternizarse, consiste en lo pretendidamente “nuevo” de la mercancía que radica en ser considerada mejor que su versión anterior sólo por ser la última en el mercado en un sentido cronológico (lo cual implica una concepción lineal y progresiva de la temporalidad, propia de la idea de progreso que se asume en la modernidad -sobre todo por lo que respecta al proyecto que va de finales del siglo XVIII a la primera guerra mundial- como ley del movimiento de la historia), y no tanto por sus cualidades y posibilidades de uso específicas, y deposita la eficacia de su brillo, de su halo, de su aureola, en los desarrollos tecnológicos, así como en el caracter repetitivo de sus "novedades", pues para que el valor pueda continuar valorizándose, esto es, incrementándose, es necesaria la producción constante de mercancías que generen dinero que a su vez será invertido en la producción de más mercancías y así al infinito. La supuesta “aparición irrepetible” muestra su aspecto mecánico de reproducción del valor.


Fotografía: Carlos Chávez

Quisiera apuntar algo más sobre el cristal. En Experiencia y pobreza, Benjamin repara en su materialidad y destaca su dureza, que implica la resistencia a otros cuerpos, su frialdad, que remite a la indiferencia de las vitrinas a los seres humanos que las miran, así como el ser liso y sobrio, esto es, el no presentar asperezas, realces ni arrugas, además de ser transparente. Benjamin contrasta la lisura y la transparencia del vidrio con el interior burgués de materiales afelpados en el que cada movimiento de su morador deja una marca a su paso: “aquí no hay rincón alguno en el que el habitante no haya dejado sus huellas: en los estantes, mediante las figuritas; en el sillón acolchado, mediante las mantitas; en las ventanas, mediante las cortinas; ante la chimenea, mediante la pantalla.”5 Si el intérieur obliga a un comportamiento casi obsesivo en el que hay que dejar huellas, la materialidad del vidrio se resiste a ellas, a menos de que se trate de la huella dactilar tal cual, que a su vez habría de ser borrada para conservar su transparencia y hacer visibles las mercancías. Benjamin insiste: “Las cosas de cristal no tienen 'aura.'”6 Ésta, además de lo dicho hasta ahora, nos remite a la relación que se tiene con el pasado. Una buscaría conservarlo todo, y corre el riesgo de ser meramente acumulativa sin ninguna enseñanza política que de lugar a una configuración distinta a la impuesta por el capitalismo, de la subjetividad y la sensibilidad; la otra, quiere olvidar, incluso el pasado más inmediato, y el peligro del olvido es tener que comenzar siempre de nuevo, como ocurre en la repetición mecánica, como “lo nuevo” de la mercancía exhibida, que nace como un desecho para ser sustituido por otro. 


No sólo los cristales entrenan para mirar, pero no para tocar, en detrimento del valor de uso. Este último también puede ser detenido para efectuarse como tal por el valor estipulado en el precio, al impedir el intercambio: En el caso concreto de la mercancía en exhibición, si no se cuenta con la cantidad de dinero indicado, no se la puede comprar.

Fotografía: Carlos Chávez

 El precio es el signo lingüístico del emblema de la mercancía en exhibición, y enfatiza el vaciamiento del valor de uso de la misma. Es imposible prever, tanto en la fase de producción de la mercancía como cuando ésta se encuentra ya en el mercado, cómo se llegará a fijar su precio. Éste puede cambiar en cualquier momento, y en esto radica la arbitrariedad del significado de las mercancías, que aparece como una serie infinita de vaciamientos de significados y resignificaciones, y su abstracción, en representar puro valor. La etiqueta que acompaña a la mercancía (en su forma de valor de uso), esto es, el rótulo, el membrete que se le coloca, indica el dinero que habría de darse para poder adquirirla, y exalta así su valor (de cambio, pero congelado), al tratarse de "mercancía en exhibición" más que de "mercancía en el mercado", pone únicamente en juego el valor representacional de la mercancía y reintroduce así, el valor cultual: entre más cara más inalcanzable se presenta, y como más asequible cuando tiene descuento (rebajas, ofertas), aunque esté detrás de las vitrinas. Estipulado en la etiqueta, exige una valoración de la mercancía no tanto o no sólo a partir de sus cualidades específicas, ni por las distintas maneras en que podría usársele, consumírsele y/o disfrutársele, sino a partir del precio que fija la denominación del dinero. Este último, que es una mercancía pero ya no en su forma de valor de uso, sino de puro valor, es decir, en su forma más abstracta, se instituye por costumbre social como la única mercancía por la cual podrían ser intercambiadas todas las demás en diferentes cantidades, opera como criterio del valor de todas, como si éstas se reflejasen en la mercancía dineraria. El precio permite determinar la equivalencia entre una mercancía en su forma concreta (como valor de uso) y otra abstracta (como dinero). Los cuerpos de las mercancías, es decir, en sus formas de valores de uso (petrificados cuando se exaltan sus valores cultual y exhibitivo), fungen como expresiones heterogéneas del valor, como formas particulares de equivalencia divergentes que se excluyen entre sí, insertas en el mundo de las mercancías, en una serie infinita de intercambios. El precio permite que la mercancía como valor de uso entre al mercado para realizar el intercambio, y en esto radica su carácter social: las mercancías no pueden relacionarse por sí mismas, necesitan de alguien que las produzca, transporte y consuma. También radica en que el valor de las mercancías sea vigente en un momento determinado de una sociedad, así como en el ser trabajo humano que se cristaliza en la mercancía que, tomado como puro valor, prescinde del modo de su concreción y, en las vitrinas, es borrado, pues las mercancías se presentan como si hubiesen estado siempre ahí, sin haber sido mediadas por el trabajo humano. En la vida cotidiana, los individuos, atomizados en la sociedad capitalista, se comportan como propietarios, productores y/o consumidores privados, y pasan de la forma común a la forma dinero de la mercancía; su sensibilidad está acostumbrada a ver aparecer y desaparecer alternativamente las cualidades singulares de un valor de uso concreto, y el dinero en su lugar; son individuos que han construido su subjetividad acoplándose a la forma mercantil de los objetos, de manera que les parece natural saltar de un polo a otro de la contradicción. Ésta les pasa desapercibida y se neutraliza, es decir, subsiste y actúa de manera enajenada, deformada, y posterga el estallido de la tensión sin resolverla, superarla ni eliminarla. Estos individuos han aprendido a disfrutar de su propia enajenación, obteniendo placer únicamente a partir de la contemplación de aquello que habría de satisfacer sus necesidades concretas.

NOTAS
1Benjamin, Walter, “V. Ritual y política”, en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, trad. de Andrés E. Weikert, México, Ítaca, 2003, p. 49.
2“Lo esencialmente lejano es lo inasequible: pues, de hecho, dicha inasequibilidad es una de las principales cualidades de la imagen de culto.”, en "Sobre algunos motivos en Baudelaire", en   Obras. Libro I, vol. 2, trad, de Alfredo Brotons Muñoz, Madrid, Abada, 2008, p. 253.
3Íbidem
4Baudelaire, Charles, XXV”, cit. En Benjamin, Walter, Ibíd., p. 255. En francés: “Tes yeux, illuminés ainsi que des boutiques,/ et des ifs flamboyants dans les fêtes publiques,/ usent insolemment d'un pouvoir emprunté”.
5Benjamin, Walter, “Experiencia y pobreza”, en Obras completas. Libro II, vol. 1, trad. De Jorge Navarro Pérez, Madrid, Abada, 2007, p. 220.

6 Íbidem.

  * Agradezco a César Rubio y a Carlos Chávez por facilitarme sus fotografías, integradas en este ensayo.
Éste material se empleó en una charla más extensa, "Refuncionalización de la noción de valor en Marx por Walter Benjamin: valor cultual y valor exhibitivo", impartida el 28 de febrero en el CUIH (Centro Universitario de Investigación Humanista), en el marco de las jornadas "Jueves Culturales". Aunque incompleta (se nos acabó la pila), la parte registrada de ésta exposición puede revisarse aquí. Una versión fragmentaria (que intenta poner en acción la técnica del montaje) se publicó en el volumen 3, número 7 de la revista electrónica El Humanista, de la misma institución, editada por la profesora Erika Téllez, y puede descargarse acá.

Posteriormente, se afinaron algunas formulaciones, se precisaron algunos conceptos y se profundizó en algunas problemáticas que se desprendían de este texto, y se presentó en el "VI Coloquio de doctorandos. Encuentros filosóficos: Perspectivas de la investigación filosófica actual", llevado a cabo en la UNAM, del 13 al 17 de mayo.


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