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Erotismo



Fotografía: Carlos Chávez


Se trata de introducir, en el interior de un mundo fundado sobre la discontinuidad, toda la continuidad de la que este mundo es capaz.

                          GEORGES BATAILLE.*

Una de las nociones más pobres del erotismo es presuponer que sólo hay dos maneras en que el acto sexual puede ser experimentado: la función reproductora y el placer, que no necesariamente implica la procreación. Este esquema dual situaría al erotismo del lado del placer. Sin embargo no es eso, o no sólo eso, lo que entra en juego en el erotismo. Este último va más allá del placer y la procreación: lo que se juega es el individuo a sí mismo, más exactamente, éste se pone en juego, se juega la vida, pone en cuestión su duración individual. La única finalidad es la pérdida de sí por la experiencia misma. Se trata de un derroche de energías que escapa a toda utilidad o lógica productiva. No sólo en el sentido de que no busca la finalidad procreativa que mucho tiempo se atribuyó como única función del ejercicio de la sexualidad. También en el sentido de esperar, similar a las relaciones económicas, una ganancia o al menos una inversión recuperable. Nada de esto. Es sólo un gasto improductivo de energías. Sin embargo, justo este derroche inútil es el que nos hace humanos.

A diferencia del resto de los animales, el ser humano hace de su actividad sexual una actividad erótica, debido a que éste último tiene conciencia de su ser discontinuo y de la muerte: Cada ser es distinto de todos los demás, entre el otro y yo hay un abismo profundo que no puede suprimirse. Lo único que puedo hacer es sentir en común con el otro el vértigo de ese abismo, que da lugar a un sentimiento de profunda continuidad, como si ese abismo pudiera eliminarse. En el erotismo, a pesar de la imposibilidad de suprimir el abismo que me separa del otro, puedo experimentar el límite de lo posible humano: el sentimiento de continuidad con él. El ser del individuo es puesto en cuestión en el vértigo del abismo que lo separa del otro y, sólo arrojándose, perdiéndose a sí mismo, transgrediendo sus propios límites, puede tener un sentimiento de profunda continuidad. No hay sentimiento de continuidad sin una pérdida de sí. En este sentido, el erotismo afirma la vida hasta la muerte, nos abre a la muerte, que no es otra cosa que la continuidad.

La conciencia de la muerte en el ser humano no remite únicamente al saber que un día ha de morir, que ha de perderse sin retorno. La posibilidad de que, como seres discontinuos, podamos experimentar en este mundo el sentimiento de continuidad pone en cuestión la duración de nuestra individualidad pretendidamente firme y duradera, de nuestra vida, de nuestro propio ser. Este cuestionamiento es violencia que fascina y aterra. Fascina por el sentimiento de continuidad y por la transgresión misma, aterra porque significa la pérdida de sí, al menos por un instante: esta pérdida no es de una vez y para siempre, hay un regreso para poder dar cuenta de ese perderse y también siempre está ahí la posibilidad de hacerlo de nuevo, de volver a transgredir. La continuidad absoluta, la pérdida de sí para siempre es la muerte como tal, y cercana a ella la locura.

Ahora bien, Bataille distingue entre tres tipos de erotismo: el de los cuerpos, el de los corazones y el sagrado. En el erotismo de los cuerpos la pérdida de sí se da en el instante de la petite mort, diríamos nosotros, la muerte chiquita. Esta expresión evoca justamente ese perderse. Sin embargo, en este tipo de erotismo resuena un egoísmo cínico. Por su parte, en el erotismo de los corazones la afección recíproca de los amantes es la introducción o la prolongación de la fusión de los cuerpos. Aquí, la puesta en juego de sí introduce una perturbación, un desorden: la felicidad de la que se puede gozar es tan grande como el sufrimiento o la angustia que puede provocar. Una felicidad tranquila, en la que triunfa un sentimiento de seguridad, no tiene otro sentido que el apaciguamiento del largo sufrimiento que la precedió.1 Este último aparece ante la amenaza de la separación, en la ausencia del ser amado, en la imposibilidad de encontrarse por largo tiempo. Este es su abismo. Al amante, le parece que el ser amado es la única persona que, en este mundo, puede realizar la continuidad y la confusión plena de dos seres discontinuos. Éste es su sentimiento de continuidad y su transgresión; el vértigo que sienten en común.

El erotismo sagrado tiene su origen en el sacrificio: La víctima es devuelta a la continuidad total y sin retorno a partir de una destrucción de su discontinuidad. Sólo muriendo, perdiéndose completamente y sin retorno, es posible la continuidad plena y total. En casi todas las religiones actuales lo divino ocupa el lugar de lo sagrado excepciones como el budismo que para establecer ese sentimiento de continuidad prescinde de la figura divina, y la pérdida de sí se da en la experiencia mística: la fusión con dios, con lo divino.

Contrario al cliché  de la media naranja, no somos seres incompletos que buscan encontrar su mitad para completarse. Ya se trate de una relación sexual, una pareja, o la experiencia mística, lo que se pone en juego en el erotismo son dos seres completos y discontinuos, distintos entre sí, que nunca podrán suprimir ni esa diferencia ni la brecha abismal que los separa, pero podrán experimentar el sentimiento de continuidad en común no la continuidad misma (sería la muerte) ni la completud sólo si transgreden sus propios límites.


* Georges Bataille, El Erotismo, México, Tusquets, 2011. Traducción de Antoni Vicens y Marie Paule Sarazin. La explicación y problematización que Bataille hace del erotismo es magnífica, "da en el clavo", sin perder de vista que está elaborada desde una perspectiva o condición "masculina". Habría aún más por decir sobre el erotismo desde otras perspectivas y condiciones de género.

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